Entre un hombre y una mujer la amistad es tan sólo una pasarela que conduce al amor.

Y abro los ojos de repente, cuando los rayos de sol comienzan a aparecer sobre mi rostro, el corazón acelerado al desconocer el espacio que me rodea y que poco a poco se convierte en un lugar cómodo para mi estadía. Siento un calor tibio que me recorre desde el cuello hasta los pies, envuelta entre una larga extensión de piel, con la cintura contraída y el bao de exhalaciones tibias en mi nuca, sonrío.

Mi hombre, el de turno, me apresa sobre sus brazos, como si hubiera opción de huir de su piel. Abre los ojos y me regala la primer sonrisa  del amanecer, con el sol sobre su rostro y sus ojos semi abiertos. Justo ahí, sólo para mí. Sus labios tibios se impregnan de los míos y un “buenos días, princesa” se susurra en mi oído. Por fin desperté.

Mi hombre, como todas las mañanas prepara mi café, para tratar de desvanecer las secuelas de los sueños en mi. Mientras se aleja, besa poco a poquito mi ombligo, como si fuera un botón de reacción en mi. Desaparece y yo vuelvo a dormir.

El aire se impregna de ese amargo sabor, abro de nuevo mis ojos y reaparece junto a mi, sosteniendo esa taza de despertares que preparó para mi. Toma un sorbo y se envuelve en mi.

Cierro los ojos y me es imposible abrirlos, se desvanece de mi vista, ya no hay espacio, ya no hay sabores en el aire, ya no siento su piel rodeándome. Abro mis ojos y no esta, nunca estuvo ahí. Mi inconsciente ríe de mi.

Ya no puedo dormir.