No hay que prometer nada, porque las promesas son horribles ataduras, y cuando uno se siente amarrado tiende a liberarse.

 

No sé que es peor, ¿prometer o creer en las promesas? Quién tenga la respuesta debería divulgarla a los cuatro vientos, aunque seguramente ni así dejaríamos de creer en ellas …o de hacerlas.

Todo aquel que promete, se convierte en su propio verdugo, todo aquel que cree, se convierte en la víctima. Ni a cual irle. Siempre hay dos papeles, víctima y victimario, quien ilusiona y quien desilusiona, quien habla y quien escucha.

Uno no debería creer tanto, no deberíamos ser tan confiados, tan ilusos, tampoco deberíamos ser tan desconfiados o tan amargados, pero llegar a un punto medio es difícil.

Cuando alguien te hace una promesa tu piensas: “Te creeré porque lo que prometes es lo que necesito escuchar, es lo que necesito creer en este momento”.

Cuando alguien cree en una promesa tu piensas: “Le prometeré todo lo que sé que necesita escuchar, lo que necesita creer en este momento”.

¿Y que pasa? Fácil. Todos se desilusionan. El que promete, por no poder cumplir sus palabras, el que cree en la promesa por la desilusión de que  no fue concretada.

Hay veces que necesitamos creer en las personas para no pecar de desconfiados, aunque al final resulte una completa desilusión. Como siempre.

Prometer por prometer, como acto superficial debería ser pecado, debería tener condena terrenal y espiritual. Creer en las promesas debería ser castigado por cegarnos a que las palabras pueden convertirse en hechos, nunca sucede.

Las palabras, son sólo eso, los hechos …bueno, hablan solos. Creo.